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Fue un dominico, teólogo de Trento, nacido en Miranda de Arga (Navarra), llegado a Arzobispo de Toledo, acusado de hereje y fallecido en las cárceles romanas después de penoso y prolongado (18 años) pleito inquisitorial. Estudió teología en la Universidad de Salamanca y explicó Biblia en S. Gregorio de Valladolid, cobrando pronto fama de profundo, honesto y valiente. Fue luego censor de la Inquisición en España y se mostró muy rígido en sus apreciaciones, aunque siempre sincero con su conciencia.
Sus censuras le granjearon enemigos poderosos, como Fernando de Valdés, Arzobispo de Sevilla, dominico, y Fray Bartolomé de las Casas, también dominico, a quienes censuraba por no residir en sus diócesis y estar más pendientes de la Corte que de las almas.
A los 47 años fue elegido Provincial de los dominicos. Enviado por Carlos V al Concilio de Trento (1543), defendió la reforma de la Iglesia con rigor, hizo quemar multitud de libros y reclamó al Concilio que prohibiera la acumulación de beneficios eclesiásticos y obligara a los obispos a residir en sus diócesis y a dedicarse a su misión primaria.
Fue también autor de "Summa Conciliorum et pontificium" (1546) y de "Controversia de necessaria personali praesentia episcoporum" (1547).
Regresó a España en 1547. Fue enviado por Felipe II como confesor de María Tudor, manteniendo su dureza en la persecución de los no católicos en aquel destino: exigió la ejecución del Obispo Crammer, quemó lo huesos de Bucero, redactó por encargo del sínodo de Obispos el catecismo para que todos tuvieran clara la doctrina.
Ese catecismo se publicó en Amberes con privilegio real y estaba dedicado a Felipe II en 1558. Para ese año, ya había sido designado Arzobispo de Toledo por el Rey. Pero a los pocos meses fue introducido su catecismo, que llevaba por título “Comentarios sobre el catecismo cristiano”, en la lista o "Indice" de libros prohibidos.
Acusado de herejía por los adversarios, fue apresado por la Inquisición en un viaje a Valladolid. Su defensa corrió a cargo de Martín de Azpilcueta y se le declaró inocente. Pero se le obligó a abjurar de parte de su obra y fue suspendido de sus funciones. El proceso se rehizo y se alargó su detención en las cárceles de la Inquisición española, hasta que, en 1566, logró que su causa fuera remitida a Roma.
Allí hubo de encaminarse Carranza, quedando confinado en Sant'Antelo. Al final fue declarado inocente por Gregorio XIII 10 años después de llegado a Roma y casi 20 después de su detención. Pero falleció a los 18 días de publicarse la sentencia absolutoria.
Carranza quedó como un recuerdo significativo de la Inquisición y de las rencillas entre los personajes de su época, no por la peligrosidad de sus doctrinas o por sus vínculos heréticos inexistentes.
Su catecismo no puede ciertamente tildarse en absoluto de resabios protestantes o heterodoxos. Incluso fue conocido, usado a veces literalmente, por los redactores del Catecismo romano mandado por el concilio de Trento. Tenía intensa base bíblica, de la que carecieron los demás de la época. Su esquema doctrinal fue superior a los demás que circularon. Su doctrina, por tener base bíblica abundante, hubiera sido el mejor enlace con la Reforma luterana para evitar distanciamientos.
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